
Notas sobre una película que incomoda
Una crítica sobre la nueva obra del cineasta español, que divide al público y confirma un cine del extravío, la intemperie y la incomodidad.
Con Sirát, la última película del español Oliver Laxe, director de Mimosas y Lo que arde, mucha gente reacciona con rabia, con un enfado que excede lo cinematográfico. No es un debate sobre recursos narrativos ni un intercambio de impresiones sobre la trama. Es algo más visceral, casi personal, como si la película los hubiese agredido directamente.
Y aunque a algunos les parezca desmedido, ese tipo de reacciones siempre me resultan significativas. Prefiero una respuesta excesiva antes que la indiferencia. Una obra que incomoda, incluso irritando, demuestra que está viva.
“Prefiero una reacción desmedida antes que la indiferencia. El silencio es la peor condena para una película.”
No es un fenómeno nuevo. Pasa con directores que incomodan por naturaleza. Gaspar Noé, por ejemplo, con Irreversible o Climax: películas que generan fascinación y repulsión a la vez. O Lars von Trier, capaz de dividir salas enteras con obras como Antichrist o Dogville. Ese cine no pretende ser cómodo: te saca del lugar seguro y te obliga a convivir con la incomodidad.
Las fisuras que todos ven
La película de la que hablo tiene fragilidades evidentes. Los personajes apenas se desarrollan. La búsqueda de la hija funciona más como pretexto que como motor real. Y la música, persistente, manipula el ritmo y las emociones hasta rozar la saturación.
Son grietas fáciles de señalar, y probablemente explican parte del rechazo. Pero reducir la experiencia a esa lista de defectos sería como mirar un desierto y quedarse solo con la arena, sin percibir su vastedad, su vacío, su violencia silenciosa.
El paisaje que se impone
Lo más potente para mí no estuvo en la trama ni en la lógica narrativa. Fue el desierto.
Ese territorio deja de ser escenario para transformarse en protagonista. Devora las motivaciones y arrastra a los personajes hacia un lugar incómodo, donde los objetivos se disuelven.
Ahí la película se convierte en un espejo de la vida: intensa, errática, sin rumbo fijo. Un espacio en el que todo puede cambiar repentinamente. Lo que parecía sólido se desmorona en un instante. Lo que parecía tener sentido se revela absurdo.
“El desierto es aquí metáfora del extravío humano: lo vasto, lo inhóspito, lo que despoja de propósito.”
Música, ruido y latido
La música es un caso aparte. Para muchos, insoportable. Para mí, una especie de latido que atraviesa todo el relato.
Más que acompañar, habita la película. Acentúa el vacío, intensifica la errancia, empuja hacia adelante incluso cuando la historia parece estancarse.
Lo que otros ven como manipulación, yo lo viví como impulso. Un ritmo que transforma la experiencia en algo más físico que narrativo.
El valor de perderse
Lo que más me cautivó fue esa capacidad de perderse. La película no busca mantener el rumbo ni ofrecer certezas. Despoja a los personajes de todo propósito y, en ocasiones, los deja desaparecer sin explicación.
Ese gesto puede irritar, pero también abre un espacio honesto: el de reconocer que la vida misma funciona muchas veces así. Sin arcos cerrados. Sin progresiones claras. Sin finales satisfactorios.
Lo que queda es la deriva, la inercia, el impulso de seguir caminando aunque no haya destino. La película, en ese sentido, no solo habla de personajes en un desierto: habla de todos nosotros enfrentados a la inercia de lo real.
Cine que incomoda
Me gustan las películas que incomodan. Que no buscan complacer, sino sacudir. Que te obligan a habitar territorios extraños, lejos de la narración convencional.
Esta película, como las de Noé o Von Trier, se atreve a confrontar al espectador con el vacío, con lo errático, con lo insoportable. Y eso es lo que la vuelve interesante.
“Lo verdaderamente peligroso para el cine no es tener defectos. Es ser irrelevante.”
Y aquí, con todas sus grietas, lo que encontramos es lo contrario: ruido, incomodidad y debate. Ese terreno incierto, lleno de reacciones desmedidas, es el espacio donde el cine respira. Y se parece más a la vida misma.
Autor Jordi Goya